Diego Velázquez
Maestro sin par del arte pictórico, el sevillano Diego
Velázquez adornó su carácter con una discreción, reserva y serenidad tal
que, si bien mucho se puede decir y se ha dicho sobre su obra, poco se
sabe y probablemente nunca se sabrá más sobre su psicología. Joven
disciplinado y concienzudo, no debieron de gustarle demasiado las
bofetadas con que salpimentaba sus enseñanzas el maestro pintor Herrera
el Viejo, con quien al parecer pasó una breve temporada, antes de
adscribirse, a los doce años, al taller de ese modesto pintor y
excelente persona que fuera Francisco Pacheco. De él provienen las
primeras noticias, al tiempo que los primeros encomios, del que sería el
mayor pintor barroco español y, sin duda, uno de los más grandes
artistas del mundo en cualquier edad.
La mirada melancólica
Diego
Velázquez fue hijo primogénito de un hidalgo no demasiado rico
perteneciente a una familia oriunda de Portugal, tal vez de Oporto,
aunque ya nacido en Sevilla, llamado Juan Rodríguez, y de Jerónima
Velázquez, también mujer de abolengo pero escasa de patrimonio. En el
día de su bautismo, Juan echó las campanas al vuelo (previo pago de una
módica suma al sacristán), convidó luego a los allegados a clarete y a
tortas de San Juan de Alfarache y entretuvo a la chiquillería vitoreante
con monedas de poco monto que arrojó por la ventana. No le había de
defraudar este dispendio y estos festejos el vástago recién llegado, que
se mostró dócil a los deseos paternos durante su infancia e ingresó en
el taller de Francisco Pacheco sin rechistar.
Detalle del
Autorretrato de 1643 (Galería de los Uffizi)
El
muchacho dio pruebas precocísimas de su maña como dibujante y aprendía
tan vertiginosamente el sutil arte de los colores que el bueno de
Pacheco no osó torcer su genio y lo condujo con suavidad por donde la
inspiración del joven lo llevaba. Entre maestro y discípulo se estrechó
desde entonces una firme amistad basada en la admiración y en el
razonable orgullo de Pacheco y en la gratitud del despierto muchacho.
Estos lazos terminaron de anudarse cuando el viejo pintor se determinó a
otorgar la mano de su hija Juana a su aventajado alumno de diecinueve
años.
Sobre las razones que le decidieron a favorecer
este matrimonio escribe Pacheco: "Después de cinco años de educación y
enseñanza le casé con mi hija, movido por su virtud, limpieza, y buenas
partes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio. Y porque es
mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido justo estorbar el
atrevimiento de alguno que se quiere atribuir esta gloria, quitándome la
corona de mis postreros años. No tengo por mengua aventajarse el
maestro al discípulo, ni perdió Leonardo de Vinci por tener a Rafael por
discípulo, ni Jorge de Castelfranco a Tiziano, ni Platón a Aristóteles,
pues no le quitó el nombre de divino."
A la conquista de la corte
Pronto
se le hizo pequeña Sevilla a Velázquez e intentó ganar una colocación
en la corte, donde se había instalado recientemente Felipe IV, rey de
pocas luces diplomáticas aunque muy aficionado a las artes y que con el
tiempo llegaría a sentir por el pintor una gran devoción y hasta una
rara necesidad de su compañía. En su primer viaje a Madrid no tuvo
suerte, pues tenía menester de muchas recomendaciones para acceder a
palacio y se volvió a su tierra natal sin haber cosechado el menor
éxito. Hubiera sido una verdadera lástima que su protector y suegro no
le hubiese encarecido y animado a intentarlo de nuevo al año siguiente,
porque de otro modo el prometedor Diego hubiera quedado confinado en un
ambiente excesivamente provinciano, ajeno a los nuevos aires que
circulaban por los ambientes cosmopolitas de las cortes de Europa.
En
Sevilla, durante lo que se ha dado en llamar, con artificio erudito de
historiador, su primera época (aunque la obra de Velázquez es el
resultado de una búsqueda incesante), su estilo sigue al de los
manieristas y los estudiosos del arte veneciano, como Juan de Roelas,
pero adoptando los claroscuros impresionantes de Caravaggio, bien que
esta última influencia haya sido discutida. No obstante, Velázquez se
decantará pronto por un realismo barroco, seguido igualmente por
Zurbarán o Alonso Cano, audaz y estremecido, grave y lleno de
contrastes.
Los tres músicos (hacia 1618)
Dicho
realismo, en su vertiente más popular, había sido frecuentado por la
literatura de la época y ese mismo aire de novela picaresca aparece en
los
Almuerzos que guardan los museos de Leningrado y Budapest, así como en
Tres músicos,
donde, sin embargo, desaparece el humor para concentrarse el tema en la
descripción de la maltrecha dignidad de sus protagonistas. Más curioso
es aún cómo, también por aquella época, utiliza los encargos de asuntos
religiosos para arrimar el ascua a su sardina y, dejando en un fondo
remoto el episodio que da título al cuadro, pasan a un primer plano de
la representación rudos personajes del pueblo y minuciosos bodegones
donde se acumulan los objetos de la pobre vida cotidiana. Es el caso de
Cristo en casa de Marta y María, cuadro en el que adquiere plena relevancia la cocina y sus habitantes, el pescado, las vasijas, los elementos más humildes.
El Museo del Prado guarda igualmente pinturas del período sevillano, como el espléndido lienzo
La adoración de los Reyes Magos,
fechado en 1619, poco después de su matrimonio y de que Juana le diese
descendencia, y donde se ha querido ver, sobre todo en los rasgos
infantiles del Niño Jesús, un homenaje a su familia y un hálito de la
felicidad del flamante padre. Es seguro, por lo demás, que los Reyes
Magos son auténticos retratos, no idealizaciones más o menos
convencionales, y en ello se revela también la verdadera vocación de
quien sería el más grande retratista de su tiempo. En su segunda
intentona en Madrid, ya convenientemente pertrechado de avales, recibió
Velázquez las mercedes y favores del conde duque de Olivares, quien le
consiguió su gran oportunidad al recomendarle para que hiciera un
retrato del nuevo monarca.
Felipe IV quedó tan
complacido por esta obra que inmediatamente lo nombró pintor de la
corte, obligando a Velázquez a trasladar su residencia a la capital y a
vivir en el Palacio Real. En sus primeros años madrileños el artista fue
sustituyendo sus característicos tonos terrosos por una insólita gama
de grises que con el tiempo sería su recurso más admirable y un vivo
exponente de su genio sutil.
La impresión del paisaje
Hacia 1629 pinta Velázquez su primer gran cuadro de tema mitológico, llamado
Los borrachos
porque el asunto dedicado a Baco se convierte en sus manos en una
estampa de las francachelas populares de la época; al año siguiente
llega a Madrid Rubens, con quien mantuvo una buena y leal amistad;
Rubens le recomienda que no deje de visitar Italia, donde su arte podrá
depurarse y ennoblecerse. Empeñado desde entonces en ello, consigue,
tras mucho insistir, licencia del rey y, saliendo del puerto de
Barcelona, desembarca en Génova en 1629. Visita Verona, Ferrara, Loreto,
Bolonia, Nápoles y Roma, sin apenas pintar nada, pero estudiándolo
todo, memorizando gamas de colores, audaces composiciones, raras
atmósferas, luces insólitas.
Probablemente entonces, aunque hay quien sostiene que fue en su segundo viaje a Roma, pinta las maravillosas
Vistas del jardín de la Villa Médicis
en Roma. En estos deliciosos parajes vivió el español gracias a la
recomendación de su embajador y, allí, al aire libre, tomó sus apuntes
geniales. Son, en realidad, paisajes románticos, melancólicos,
intemporales, casi impresionistas por su libertad de trazo, pese a ser
en más de dos siglos anteriores a los cuadros de ese estilo, y quizás
aún más perfectos en la captura del instante luminoso huidizo, del aire
limpio y quieto apresado por la tupida vegetación y la escenográfica
arquitectura. Y lo más asombroso es que estas imágenes que hoy conserva
el Museo del Prado, inolvidables cuando se han visto una sola vez,
fueron pintadas como al desgaire, como ejercicio ocioso y gratuito,
sobre pequeños lienzos que no alcanzan el medio metro de alto y poco
menos de ancho, pero que resumen, con impecable evidencia, la suprema
sabiduría alcanzada en aquellos años por Velázquez.
Bien es cierto que, a su regreso a España, realizó obras de mayor envergadura y empaque, como
La rendición de Breda, también conocida por
Las lanzas,
pero en esta pintura de compromiso, terminada en 1635 para el Salón de
los Reinos en el recién inaugurado Palacio del Buen Retiro, también
conmueve más lo anecdótico que la pomposa rememoración del pasado
triunfo de un predecesor de Felipe IV.
Detalle de
El niño de Vallecas (1643-45)
Durante
los años treinta y cuarenta del siglo fue Velázquez el pintor no sólo
de su abúlico rey, sino de las "sabandijas de palacio", de los bufones
como
El Bobo de Coria,
Diego de Acedo el Primo
y el Niño de Vallecas, y después de su segundo viaje a Italia para
comprar obras de arte en nombre de Su Majestad, su paleta produjo tres
obras maestras insuperables y sumamente conocidas.
La Venus del espejo,
conservada en la National Gallery de Londres, es célebre por ser uno de
los pocos desnudos de autor español de la época que se han conservado,
aunque se le supongan hasta tres más al pintor sevillano, para el cual
tal vez sirviera de modelo la escandalosa y bella actriz Damiana, amante
del alocado marqués de Heliche.
Para la realización de
Las Hilanderas,
radicada actualmente en el Museo del Prado, Velázquez plantó su
caballete en la Fábrica de Tapices de la calle de Santa Isabel de
Madrid. La representación del momento irrepetible de las mujeres
alrededor de la rueca giratoria hizo pronto olvidar que se trataba de un
tema mitológico (la fábula de Palas y Aracne) creyéndose desde antiguo
que se trataba de un cuadro de género.
Las Meninas
De
entre los retratos que realizó de la familia real, hay uno que goza de
inmensa fama, y se ha convertido en el paradigma de la obra del pintor:
Velázquez y la familia real o
Las Meninas.
Este cuadro, que ha dado lugar a multitud de interpretaciones, tiene
como marco espacial la habitación más importante del apartamento del
palacio Real en el que vivía el pintor. En la obra aparece el mismo
Velázquez frente al caballete con la cruz de la Orden de Santiago,
aunque la distinción fue añadida después a su muerte por orden del rey,
ya que Velázquez todavía no la había recibido cuando pintó el cuadro.
En
el fondo de la habitación, un espejo refleja la imagen del rey y de la
reina; en el centro aparece la infanta Margarita acompañada por dos
doncellas reales, y a la derecha del cuadro, en primer plano, figuran la
enana Mari-Bárbola y el enano Nicolás de Pertusato, que intenta
despertar con el pie a un mastín tumbado en el suelo. Detrás de este
grupo hay dos figuras y finalmente, al lado de la escalera, vemos al
mayordomo de la reina.
Detalles de
Las Meninas (1656)
La
composición es de una gran complejidad y constituye un extraordinario
ejemplo de pintura de una pintura: los reyes se representan
indirectamente, vistos a través de un espejo, mientras que por lo que
respecta a los protagonistas de la obra, la infanta y sus acompañantes,
no se sabe si son el tema del cuadro en que está trabajando Velázquez o
bien si están mirando pintar al artista. Por último, el espectador se
siente incluido en el espacio del cuadro, ya que el espejo con las
imágenes de los reyes le hace suponer que están contemplando la misma
escena que él pero a sus espaldas. Dicho de otro modo, el espectador
ocupa ilusoriamente el lugar de los retratados, el lugar de los reyes, y
este hecho ha dado pábulo a incesantes especulaciones. Desde el punto
de vista de la factura, es una obra de prodigiosa ejecución, incluso
dentro de la pintura del artista. Las pinceladas son como toques de luz
que modelan los vestidos y los cuerpos, dotándolos de una gran
vivacidad.
Por empeño personal de Felipe IV,
Velázquez recibiría, un año antes de morir en Madrid el 6 de agosto de
1660, la preciada distinción de caballero de la Orden de Santiago, un
honor no concedido nunca ni antes ni después a pintor alguno. Y aunque,
al demoler la iglesia, nadie recordaba que sus restos habían sido
sepultados en la Parroquia de San Juan Bautista, cuando en 1990 se
organizó una magna retrospectiva de su obra en el Museo del Prado, miles
y miles de personas llegadas de todos los puntos cardinales afluyeron
incesantemente para reír el gesto idiota del bufón Calabacillas, admirar
la pincelada que plasma el vestido de una infanta, interrogar la
estampa ecuestre del conde duque de Olivares y respirar el aire
penumbroso del siglo XVII aquietado e inmortalizado en los cuadros de
Velázquez.